El misterio de ISIS
por Anónimo
The New
York Review of Books, 7-9-2015
El autor tiene una amplia experiencia en
Oriente Próximo y ha sido un alto funcionario de un país de la OTAN. Respetamos
los motivos del autor para mantener su anonimato.
Ahmad Fadhil tenía dieciocho años cuando murió su padre en 1984. Las
fotografías sugieren que era relativamente bajito, regordete y llevaba unas
grandes gafas. No era un estudiante especialmente malo –tuvo un notable de
media en el instituto–, pero decidió dejar las clases. Había trabajo en las
fábricas de confección y de piel en su ciudad natal de Zarqa (Jordania), pero
él prefirió trabajar en una tienda de vídeos y ganó el dinero suficiente para
poder pagarse algunos tatuajes. También bebía alcohol, consumía drogas y tenía
sus más y sus menos con la policía. Su madre lo mandó por ello a una clase
islámica de autoayuda. Esto le hizo sentar cabeza y lo situó en una senda
diferente. Cuando Ahmad Fadhil murió en 2006 había puesto los cimientos de un
Estado islámico independiente de ocho millones de personas que controlaba un
territorio más extenso que la propia Jordania.
El ascenso de Ahmad Fadhil –o, como sería conocido más tarde en la yihad,
Abu Musab al-Zarqawi– y el Estado Islámico de Irak y Siria (ISIS, por sus
siglas en inglés), el movimiento del cual él fue el fundador, resulta casi
inexplicable. El año 2003, en el que empezó sus operaciones en Irak, parecía
para muchos parte de una época prosaica y nada heroica de nuevas empresas
nacidas al calor de Internet y un sistema de comercio global en lenta
expansión. A pesar de la invasión de Irak de aquel año, comandada por
Estados Unidos, las fronteras de Siria e Irak se mantuvieron estables. El
secular nacionalismo árabe parecía haber triunfado sobre las fuerzas más
antiguas de la tribu y la religión. Diferentes comunidades religiosas
–yazidíes, chabaquíes, cristianos, kakais, chiíes y suníes– seguían viviendo
unas al lado de otras, como habían venido haciendo desde hacía un milenio o
más. Los iraquíes y los sirios contaban con mejores ingresos, educación,
sistemas sanitarios e infraestructuras, así como con un futuro aparentemente
más halagüeño, que la mayoría de los ciudadanos del mundo en desarrollo. ¿Quién
podría haber imaginado entonces que un movimiento fundado por un hombre de una
tienda de vídeos en la Jordania provinciana arrancaría un tercio del territorio
de Siria e Irak, haría añicos todas estas instituciones históricas y –tras
derrotar a una combinación de ejércitos de una docena de los países más ricos
de la tierra– crearía un miniimperio?
La historia es relativamente fácil de contar, pero mucho más difícil de
comprender. Comienza en 1989, cuando Zarqawi, inspirado por su clase islámica
de autoayuda, viajó de Jordania a Afganistan para «hacer la yihad». En el curso
de la siguiente década luchó en la guerra civil afgana, organizó ataques
terroristas en Jordania, pasó varios años en una cárcel jordana y regresó –con
ayuda de al-Qaeda– para organizar un campo de entrenamiento en Herat, al oeste
de Afganistán. Fue expulsado de Afganistán por la invasión de 2001 encabezada
por Estados Unidos, pero volvió a las andadas gracias al apoyo del Gobierno
iraní. Más tarde, en 2003 –con la ayuda de los partidarios de Saddam–, organizó
una red de insurgencia en Irak. Al elegir como sus blancos predilectos los
chiíes y sus lugares más sagrados, pudo convertir una insurgencia contra las
tropas estadounidenses en una guerra civil entre chiíes y suníes.
En la
actualidad, treinta países, entre los que se hallan Nigeria, Libia y las
Filipinas, tienen grupos que afirman formar parte del movimiento
Zarqawi mruió en un ataque aéreo estadounidense en 2006. Pero su movimiento
sobrevivió de forma harto improbable a la fuerza aniquiladora del despliegue de
las tropas estadounidenses: ciento setenta mil soldados con un coste anual de
cien mil millones de dólares anuales. En 2011, después de la retirada
estadounidense, el nuevo líder, Abu Bakr al-Baghdadi, inició la expansión hacia
el interior de Siria y restableció la presencia en el noroeste de Irak. En
junio de 2014, el movimiento tomó Mosul –la segunda ciudad más grande de Irak–
y en mayo de 2015 la ciudad iraquí de Ramadi y la ciudad siria de Palmira,
mientras que sus aliados se hicieron con el aeropuerto de Sirte, en Libia. En
la actualidad, treinta países, entre los que se hallan Nigeria, Libia y las
Filipinas, tienen grupos que afirman formar parte del movimiento.
Aunque ha cambiado su nombre en siete ocasiones y ha tenido cuatro líderes,
el movimiento sigue tratando a Zarqawi como su fundador, y continúa propagando
la mayor parte de sus creencias originales y sus técnicas terroristas. The
New York Times se refiere a él como «el Estado Islámico, también conocido
como ISIS o ISIL [Estado Islámico de Irak y el Levante, por sus siglas en
inglés]». Zarqawi también lo llamaba «Ejército del Levante», «Monoteísmo y
Yihad», «al-Qaeda en Irak» y «Consejo Consultivo de los Muyahidines en Irak».
(Un movimiento que se ha hecho famoso por su empleo del marketing raramente
se ha preocupado de contar sistemáticamente con una sola denominación.) Voy a
simplificar los numerosos cambios de nombre y de liderazgo y me referiré a él
en todo momento como «ISIS», aunque ha evolucionado, por supuesto, durante sus
quince años de existencia.
El problema, sin embargo, radica no en hacer una crónica de los éxitos del
movimiento, sino en explicar cómo algo tan improbable resultó posible. Las explicaciones
que se ofrecen con tanta frecuencia para su ascenso –la ira de las comunidades
suníes, el apoyo logístico prestado por otros Estados y grupos, las campañas
del movimiento en los medios sociales, su liderazgo, sus tácticas, su gobierno,
su flujo de ingresos y su capacidad para atraer a decenas de miles de
combatientes extranjeros– no consiguen acercarse siquiera a ofrecer una teoría
convincente del éxito del movimiento.
El libro
The Unraveling. High Hopes and Missed Opportunities in Iraq,
de Emma Sky, por ejemplo, un relato hábil, matizado y con frecuencia divertido
de sus años como funcionaria civil en Irak entre 2003 y 2010, ilustra la
creciente ira de los suníes en Irak. Muestra cómo las políticas
estadounidenses, del tipo de la desbaazificación de 2003, supusieron el
comienzo de la alienación de los suníes, y cómo este sentimiento se vio
exacerbado por las atrocidades cometidas por las milicias chiíes en 2006 (día
tras día se dejaban tirados en las calles de Bagdad una cincuentena de cuerpos,
asesinados por taladradoras que les perforaban los cráneos). Sky explica los
pasos a menudo imaginativos que se dieron para recuperar la confianza de las
comunidades suníes durante el levantamiento de 2007, y la marginación a que
sometió una vez más a esas comunidades el primer ministro iraquí, Nouri
al-Maliki, después de la retirada estadounidense en 2011, con sus órdenes de
encarcelamiento para los líderes suníes, con su discriminación y su brutalidad,
y con el desmantelamiento de las milicias suníes.
Pero muchos otros grupos insurgentes, muy diferentes de ISIS, parecían
haberse encontrado con frecuencia en una posición mucho más fuerte para haberse
convertido en los vehículos dominantes de la «ira suní». Los suníes de Irak
sintieron en un principio una mínima simpatía por el culto a la muerte de
Zarqawi y por la imposición de códigos sociales de la Alta Edad Media que
alentaba su movimiento. La mayoría quedaron horrorizados cuando Zarqawi hizo
volar el edificio de Naciones Unidas en Bagdad; cuando difundió una filmación
en la que él personalmente serraba la cabeza de un civil estadounidense; o
cuando destruyó con una explosión el gran santuario chií de Samarra y mató a
centenares de niños iraquíes. Después de que organizara tres ataques
simultáneos con bombas contra hoteles jordanos –matando a sesenta civiles que
asistían a un banquete de boda–, los líderes de mayor edad de su tribu jordana
y su propio hermano firmaron una carta pública en la que lo repudiaban. The
Guardian no estaba más que haciéndose eco de las ideas al uso cuando puso
fin al obituario de Zarqawi con estas palabras: «En última instancia, su
brutalidad empañaba cualquier tipo de aura, ofrecía poco más que nihilismo y
repelía a los musulmanes de todo el mundo».
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Soldado del ISIS posando ante una cámara
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Otros grupos insurgentes parecían también más eficaces. En
2003, por ejemplo, los baazistas laicos eran más numerosos, estaban mejor
equipados, mejor organizados y eran unos jefes militares más experimentados; en
2009, la milicia del «Despertar Suní» contaba con mucho mejores recursos y su
movimiento armado se hallaba más profundamente enraizado en el ámbito local. En
2011, el Ejército Libre Sirio, que acogía en sus filas a antiguos oficiales del
régimen de Assad, resultaba un líder de la resistencia en Siria mucho más
plausible; y otro tanto puede decirse de la milicia más extremista
Jabhat-al-Nusra en 2013. Hassan Hassan y Michael Weiss muestran en ISIS.
Inside the Army of Terror, por ejemplo, que al-Nusra estableció vínculos
mucho más estrechos con grupos tribales en el Este de Siria, llegando incluso
al extremo de que sus combatientes contrajeran matrimonio con mujeres tribales.
Este tipo de grupos han echado a veces la culpa de su fracaso y su falta de
éxito, y del auge de ISIS, a la falta de recursos. El Ejército Libre Sirio, por
ejemplo, ha insistido desde hace mucho tiempo en que habría podido suplantar a
ISIS si sus líderes hubieran recibido más dinero y más armas de países
extranjeros. Y los dirigentes de Amanecer Suní en Irak defienden que perdieron
el control de sus comunidades únicamente porque el Gobierno de Bagdad dejó de
pagarles sus salarios. Pero no existe ninguna prueba de que ISIS recibiera
inicialmente más dinero o armas que estos grupos; más bien al contrario.
El relato de Hassan Hassan y Michael Weiss sugiere que gran parte del apoyo
inicial al movimiento del Estado Islámico fue limitado porque se hallaba
inspirado por ideólogos que despreciaban ellos mismos a Zarqawi y a sus
seguidores. El dinero de al-Qaeda que sirvió de ayuda a Zarqawi en sus
comienzos en 1999, por ejemplo, era, según sus propias palabras, «una miseria
en comparación con lo que al-Qaeda era capaz de desembolsar económicamente». El
hecho de que no le dieran más reflejaba el horror de bin Laden ante las
matanzas de chiíes perpetradas por Zarqawi (la madre de bin Laden era chií) y
el desagrado que le producían sus tatuajes.
Aunque los iraníes prestaron a Zarqawi ayuda médica y un refugio seguro
cuando era un fugitivo en 2002, pronto perdió sus simpatías al enviar a su
propio suegro con un chaleco suicida para matar al ayatolá Mohammad Baqir
al-Hakim, el representante político iraní de mayor rango en Irak, y al hacer
saltar por los aires uno de los más sagrados santuarios chiíes. Y aunque el
Estado islámico se ha apoyado durante más de una década en las capacidades
técnicas de los baazistas y del general sufí iraquí Izzat al-Douri, que
controlaba una milicia baazista clandestina tras la caída de Saddam, esta
relación ha estado plagada de tensiones. (No es ningún secreto el desprecio que
siente el movimiento por el sufismo, que se ha traducido en su destrucción de
santuarios sufíes, o su aversión hacia todo aquello que propugnan los
nacionalistas baazistas árabes laicos.)
El liderazgo de ISIS tampoco ha sido especialmente atractivo o competente,
ni se ha caracterizado por sus elevados principios, aunque hay que mostrar una
cierta indulgencia con la comprensible repugnancia de los biógrafos. Mary-Anne
Weaver, en un artículo escrito en 2006 para
The Atlantic, describe a Zarqawi como «apenas
instruido», «un bravucón y un matón, un traficante y un bebedor compulsivo, e
incluso, al parecer, un proxeneta». Weiss y Hassan lo llaman un «intelectual de
poca monta». Jessica Stern y J. M. Berger, en
ISIS. The State of Terror,
escriben que este «matón convertido en terrorista» y «estudiante mediocre […]
llegó a Afganistán como una nulidad». Weaver describe sus «operaciones
chapuceras» en Jordania y cómo se valió de un «desdichado aspirante a colocador
de bombas». Stern y Berger explican que a Bin Laden y sus seguidores no les
gustaba porque «eran en su mayor parte miembros de una educada elite
intelectual, mientras que Zarqawi era un rufián sin apenas educación que se
daba ínfulas de otra cosa».
Si los escritores tienen mucho menos que decir sobre el actual líder,
al-Baghdadi, se debe a que su biografía, como admiten Weiss y Hassan, «aún
planea no muy por encima del nivel del rumor o la especulación, en parte
difundidos, de hecho, por propagandistas yihadistas rivales».
Weaver
describe a Zarqawi como «apenas instruido», «un bravucón y un matón, un
traficante, un bebedor compulsivo y un proxeneta»
El modo característico de ISIS de afrontar la insurgencia –desde ocupar
territorio a combatir con ejércitos regulares– tampoco constituye una ventaja
evidente. Lawrence de Arabia aconsejó que los insurgentes habían de ser como
una neblina –en todas partes y en ninguna parte–, sin intentar nunca ocupar
terreno o malgastar vidas en batallas contra ejércitos regulares. El presidente
Mao insistió en que las guerrillas deberían ser peces que nadasen en el mar de
la población local. Este tipo de opiniones son los corolarios lógicos de la
«guerra asimétrica» en la que un grupo más pequeño, aparentemente más débil
–como ISIS– se enfrenta a un poderoso adversario como los ejércitos
estadounidense e iraquí. Esto se ve confirmado por los estudios de más de
cuarenta insurgencias históricas realizados por el ejército estadounidense, que
sugieren una y otra vez que ocupar territorio, librar batallas campales y
alienar las sensibilidades culturales y religiosas de la población local acaba
comportando consecuencias fatales.
Pero este tipo de tácticas son exactamente parte de la estrategia explícita
de ISIS. Zarqawi perdió a miles de combatientes cuando trataba de hacerse con
el control de Faluya en 2004. Malgastó las vidas de sus terroristas suicidas en
pequeños ataques constantes y –al imponer los castigos más draconianos y los
códigos sociales más oscurantistas– indignó a las comunidades suníes a las que
decía representar. Los combatientes de ISIS se sienten ahora claramente atraídos
por la capacidad del movimiento para controlar territorio en lugares como
Mosul, tal y como confirma una entrevista en el reciente documental de la BBC
Mosul:Living with Islamic State, de Yalda Hakim. Pero no está claro que esta
táctica –por más seductora que sea, y por más que se encuentre asociada en este
momento con el éxito– se haya vuelto mucho menos arriesgada.
El comportamiento del movimiento, sin embargo, no ha pasado a ser menos temerario
o tácticamente estrambótico desde la muerte de Zarqawi. Un cálculo
estadounidense de Larry Schweikart apuntaba que habían muerto cuarenta mil
insurgentes, alrededor de doscientos mil habían resultado heridos y veinte mil
capturados antes incluso de que Estados Unidos incrementara sus ataques en
2006. En junio de 2010, el general Ray Odierno afirmó que el ochenta por ciento
de los cuarenta y dos dirigentes de mayor rango del movimiento habían sido
asesinados o capturados, por lo que sólo quedaban ocho en libertad (y Estados
Unidos afirmó haber acabado el pasado 18 de agosto con la vida del considerado
como el número dos de ISIS,
Fadhil Ahmad al-Hayali). Pero tras la retirada
estadounidense en 2011, en vez de reconstruir sus redes en Irak, los hombres
que quedaban vivos de sus maltrechas fuerzas decidieron acometer una invasión
de Siria, y se enfrentaron no sólo al régimen, sino también al bien asentado
Ejército Libre Sirio. Atacaron a la facción siria del movimiento
–Jabhat-al-Nusra– cuando se escindió. Encolerizaron a al-Qaeda en 2014 al matar
a su emisario de mayor rango en la región. Provocaron deliberadamente que
decenas de miles de milicianos chiíes se unieran a la lucha en el bando del
régimen sirio y más tarde desafiaron a la Fuerza Quds (la unidad de elite de
los Guardianes de la Revolución en Irán) al avanzar sobre Bagdad.
A continuación, al tiempo que se enfrentaban ya a estos nuevos enemigos, el
movimiento abrió otro frente en agosto de 2014 con su ataque en Kurdistán,
provocando las represalias de las tropas kurdas, que hasta entonces se habían
mantenido al margen de la contienda. Decapitó al periodista estadounidense James
Foley y al trabajador social británico David Haines, provocando con ello la
intervención de Estados Unidos y el Reino Unido. Enfureció a Japón al exigir
cientos de millones de dólares por un rehén que ya estaba muerto. Acabó 2014
organizando un ataque suicida sobre Kobane, en Siria, soportando más de
seiscientos ataques aéreos estadounidenses, lo que causó miles de bajas entre
los combatientes de ISIS, sin que hubieran podido conquistar nuevo territorio.
Cuando, en una fecha tan reciente como el pasado mes de abril, el movimiento
perdió Tikrit y parecía estar en declive, la explicación parecía evidente. Los
analistas estuvieron a punto de concluir que ISIS había perdido porque era
temerario, abominable, en exceso ambicioso, luchaba en demasiados frentes, carecía
de un verdadero apoyo local, se mostraba incapaz de traducir el terrorismo en
un programa popular y se veía inevitablemente superado por los ejércitos
regulares.
Algunos analistas han centrado, por tanto, sus explicaciones no en la
estrategia militar del movimiento, conducente en apariencia a la autoderrota,
sino en sus cabezas rectoras y sus ingresos, su apoyo de la población y su
dependencia de miles de combatientes extranjeros.
AymennJawad al-Tamimi, que forma parte del Foro de Oriente Próximo, ha explicado
en recientes entradas de blog cómo en algunas ciudades ocupadas, como Al Raqa
en Siria, el movimiento ha creado complejas estructuras de servicios civiles,
haciéndose con el control incluso de los servicios de basura municipales.
Describe los ingresos que obtiene de las rentas locales y los impuestos de
bienes inmuebles, así como el procedente del alquiler de antiguas oficinas
estatales iraquíes y sirias para negocios privados. Muestra cómo esto ha
procurado a ISIS una base amplia y solvente de ingresos, que se ve
complementada por el contrabando de petróleo y el robo de antigüedades, tan
bien descrito por Nicolas Pelham en un reciente artículo publicado en
The New York Review of Books.
El poder de ISIS se ve ahora reforzado por el impresionante arsenal que el
movimiento ha hecho suyo tras la huida de los ejércitos iraquí y sirio, que
incluye tanques, Humvees e importantes piezas de artillería. Informes de The
New York Times, The Wall Street Journal, Reuters y Vice News
durante los últimos doce meses han mostrado que muchos suníes de Irak y Siria
piensan ahora que ISIS es el único garante posible del orden y la seguridad en
medio de la guerra civil, y la única defensa con que cuentan contra los
brutales castigos de los Gobiernos de Damasco y Bagdad.
Pero también aquí las pruebas son confusas y contradictorias. El documental
de Yalda Hakim para la BBC plantea que la brutalidad descarnada es el secreto
del dominio de ISIS. En su libro
The Digital Caliphate,
Abdel Bari Atwan, sin embargo, describe (en palabras de
Malise Ruthven) una «organización bien gestionada que combina la eficacia
burocrática y la experiencia militar con un sofisticado empleo de la
información tecnológica».
Zaid Al-Ali, en su excelente análisis de Tikrit, habla de
la «incapacidad para gobernar» de ISIS y del colapso total del suministro de
agua, la electricidad, los colegios y, en última instancia, de la población
bajo su gobierno. Las «explicaciones» que hacen referencia a los recursos y el
poder acaban resultando circulares. El hecho de que el movimiento haya podido
granjearse el apoyo aparente, o la aquiescencia, de la población local, y
controlar el territorio, los ingresos de los gobiernos locales, el petróleo,
los monumentos históricos y las bases militares ha sido una consecuencia del
éxito del movimiento y de su monopolio de la insurgencia. No es una causa del
mismo.
En ISIS. The State of Terror, Stern y Berger ofrecen un fascinante
análisis del empleo del vídeo y los medios sociales por parte del movimiento.
Han rastreado cuentas individuales de Twitter, mostrando cómo los usuarios no
dejaban de cambiar sus nombres de usuario en esta red social, se aprovechaban
del Mundial de Fútbol mediante la inserción de imágenes de decapitaciones en el
chat y creaban nuevas aplicaciones y bots automatizados para incrementar su
número. Stern y Berger muestran que a finales de 2014 estaban activas y en
línea al menos cuarenta y cinco mil cuentas favorables al movimiento, y
describen cómo sus usuarios intentaban burlar a los administradores de Twitter
cambiando las banderas del movimiento de sus fotos de perfil por gatitos. Pero
esto suscita simplemente la cuestión de por qué la ideología y las acciones del
movimiento –por grande que sea la fluidez con que se produzcan y comuniquen– se
han revestido desde un principio de un atractivo popular.
Tampoco ha habido explicaciones mucho más satisfactorias de qué es lo que
atrae a los veinte mil combatientes extranjeros que se han unido al movimiento.
En un principio, se echó la culpa al Gobierno británico del gran número que habían
llegado procedentes de Gran Bretaña por haber hecho esfuerzos insuficientes
para asimilar a las comunidades de inmigrantes; luego se culpabilizó a Francia
por las excesivas presiones gubernamentales en pos de la asimilación. Pero lo
cierto es que estos nuevos combatientes extranjeros parecían surgir de
cualesquiera sistemas políticos o económicos imaginables. Procedían de países
muy pobres (Yemen y Afganistán) y de los países más ricos del mundo (Noruega y
Qatar). Los analistas que han defendido que los combatientes extranjeros son
creados por la exclusión social, la pobreza o la desigualdad deberían reconocer
que surgen en igual medida de las democracias sociales de Escandinavia y de las
monarquías (un millar de Marruecos), los Estados militares (Egipto), las
democracias autoritarias (Turquía) y las democracias liberales (Canadá). No
parecía importar que un gobierno hubiese liberado a miles de islamistas (Irak)
o los hubiese encarcelado (Egipto), que se hubiese negado a permitir que un
partido islamista ganara unas elecciones (Argelia) o permitido que fuera
elegido un partido islamista. Túnez, que tuvo la transición más satisfactoria
de la Primavera Árabe para la instauración de un gobierno islamista elegido
democráticamente, proporcionó, sin embargo, más combatientes extranjeros que
ningún otro país.
¿Por qué la
ideología y las acciones del movimiento se han revestido desde un principio de
un atractivo popular?
El incremento de combatientes extranjeros tampoco se produjo de resultas de
algunos cambios recientes en las políticas nacionales o en el islam. Nada
fundamental se había modificado en el trasfondo de la cultura o las creencias
religiosas entre 2012, cuando no había prácticamente ninguno de estos
combatientes extranjeros en Irak, y 2014, cuando había ya veinte mil. El único
cambio es que había de repente un territorio que se encontraba disponible para
atraerlos y acogerlos. Si el movimiento no se hubiera hecho con el control de
Al Raqa y Mosul, muchos de estos hombres podrían haber seguido simplemente con
sus vidas sometidas a diversos grados de tensión: como granjeros en Normandía o
como trabajadores municipales en Cardiff. Una vez más quedamos en manos de la
tautología: ISIS existe porque puede existir y ellos están allí porque están
allí.
Finalmente, hace un año, parecía plausible echar buena parte de la culpa del
ascenso del movimiento a la desastrosa administración de Irak por parte del
anterior primer ministro iraquí al-Maliki. Pero esto ya no sirve. En el curso
del último año, ha sido nombrado primer ministro un nuevo dirigente, más
constructivo, moderado y más proclive a las políticas de inclusión, Haider
al-Abadi; el ejército iraquí ha sido reestructurado bajo el mando de un nuevo
ministro de Defensa suní; los antiguos generales han sido apartados de sus
cargos; y los gobiernos extranjeros han competido para proporcionar
equipamiento y formación. Unos tres mil asesores y formadores estadounidenses
han aparecido en Irak. Estados Unidos, el Reino Unido y otros países han
lanzado formidables ataques aéreos y han llevado a cabo una vigilancia
minuciosa. La Fuerza Quds iraní, los Estados del Golfo y los peshmergas kurdos
se han unido a la lucha sobre el terreno.
Por todas estas razones, se esperaba que el movimiento fuera expulsado y
perdiera Mosul en 2015. En cambio, en mayo, se hizo con Palmira en Siria y –de
manera casi simultánea– con Ramadi, situada a más de quinientos kilómetros en
Irak. En Ramadi, trescientos combatientes de ISIS expulsaron a millares de
soldados iraquíes bien entrenados y fuertemente equipados. El secretario de
Defensa de Estados Unidos, Ashton Carver, observó:
Las fuerzas iraquíes simplemente no mostraron
ninguna voluntad de combatir. De hecho, eran inmensamente superiores en número
a sus contendientes y, aun así, no combatieron.
El movimiento controla ahora un «Estado terrorista» mucho más extenso y
mucho más desarrollado que nada de lo que evocara George W. Bush en el cenit de
la «guerra global contra el terrorismo». La posibilidad de que los extremistas
suníes se hicieran con el control de la provincia iraquí de Anbar se utilizó
luego para justificar un incremento de ciento setenta mil soldados
estadounidenses y el gasto de más de cien mil millones de dólares anuales.
Ahora, años después de aquello, ISIS controla no sólo Anbar, sino también Mosul
y la mitad del territorio de Siria. Sus adláteres controlan amplias franjas del
norte de Nigeria y zonas significativas de Libia. Cientos de miles de personas
han sido asesinadas y millones se han visto desplazadas; horrores inimaginables
incluso para los talibanes –entre ellos la reintroducción de la violación de
menores por la fuerza y la esclavitud– han quedado legitimados. Y esta
catástrofe no sólo ha disuelto las fronteras entre Siria e Irak, sino que ha
dado lugar a las fuerzas que ahora luchan en la guerra subsidiaria entre Arabia
Saudí e Irán en Yemen.
La prueba más clara de que no comprendemos este fenómeno es nuestra
sistemática incapacidad para predecir –y aun menos controlar– estos nuevos
fenómenos. ¿Quién predijo que Zarqawi crecería en fuerza después de que Estados
Unidos destruyera sus campos de entrenamiento en 2001? Parecía improbable para
casi todo el mundo que el movimiento lograría reagruparse con tanta rapidez
después de su muerte en 2006 o, una vez más, tras el repentino auge en 2007.
Ahora sabemos cada vez más cosas sobre el movimiento y sus miembros, pero esto
no impidió que la mayoría de los analistas creyesen tan recientemente como hace
tres meses que las derrotas en Kobane y Tikrit habían inclinado la balanza en contra
del movimiento, y que era improbable que tomaran Ramadi. Hay algo que se nos
está escapando.
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David Haines, secuestrado por el ISIS
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Parte del problema puede consistir en que los comentaristas siguen
prefiriendo centrarse en explicaciones políticas, económicas y físicas, como la
discriminación antisuní, la corrupción, la falta de servicios gubernamentales
en los territorios conquistados y el uso de la violencia por parte de ISIS. Los
ciudadanos occidentales raramente se ven obligados, por tanto, a centrarse en
el apabullante atractivo ideológico de ISIS. Me quedé sorprendido cuando vi que
incluso un opositor sirio de ISIS se emocionaba profundamente al ver un vídeo
que mostraba cómo ISIS destruía la «frontera Sykes-Picot» entre Irak y Siria,
establecida desde 1916, y cómo se veía luego la reunión de tribus divididas. Me
sentí intrigado por la condena lanzada por Ahmed al-Tayeb, el gran imán de
al-Azhar, uno de los más venerados clérigos suníes de todo el mundo: «Este
grupo es satánico: habría que amputarles sus miembros o habría que
crucificarlos». Me quedé desconcertado por la elegía de bin Laden por Zarqawi:
su «historia vivirá para siempre con las historias de los nobles […]. Por más
que hayamos perdido a uno de nuestros más grandes caballeros y príncipes,
estamos contentos de haber encontrado un símbolo […]».
Pero la «ideología» de ISIS constituye también una explicación insuficiente.
Al-Qaeda comprendía mejor que nadie la peculiar combinación de versos
coránicos, nacionalismo árabe, historia de los cruzados, referencias poéticas,
sentimentalismo y horror que pueden animar y mantener este tipo de movimientos.
Pero incluso sus líderes pensaban que la manera concreta de Zarqawi de hacer
las cosas era irracional, culturalmente inapropiada y carente de atractivo. En
2005, por ejemplo, los dirigentes de al-Qaeda enviaron mensajes aconsejando a Zarqawi
que dejara de dar publicidad a los horrores que cometía. Utilizaban una jerga
estratégica moderna –«más de la mitad de su batalla está librándose en el campo
de batalla de los medios»– y le dijeron que la «lección» de Afganistán era que
los talibanes habían perdido porque habían confiado –al igual que Zarqawi– en
una base sectaria demasiado limitada. Y los dirigentes de al-Qaeda no fueron
los únicos yihadistas salafistas que supusieron que el grueso de sus
partidarios preferían enseñanzas religiosas a vídeos truculentos (del mismo
modo que al-Tayeb daba al parecer por hecho que un movimiento islamista no
quemaría vivo a un piloto árabe suní en una jaula).
Una buena parte de lo que ha hecho ISIS contradice claramente las
intuiciones y los principios morales de muchos de sus partidarios. Y tenemos la
sensación –gracias a las cuidadosas entrevistas de Hassan Hassan y Michael
Weiss– de que sus partidarios son al menos parcialmente conscientes de esta
contradicción. Una vez más, podemos enumerar los diferentes grupos externos que
han prestado ayuda económica y apoyo a ISIS. Pero no hay conexiones lógicas de
ideología, identidad o intereses que hubieran de unir a Irán, los talibanes y
los baazistas entre sí o con ISIS. Cada caso sugiere más bien que instituciones
que se hallan absolutamente divididas en el ámbito de la teología, la política
y la cultura improvisan perpetuamente asociaciones de conveniencia que son
letales e incluso contraproducentes.
Los pensadores, tácticos, soldados y dirigentes del movimiento que conocemos
como ISIS no son grandes estrategas; sus políticas son con frecuencia
caprichosas, temerarias, incluso ridículas; al margen de si su gobierno es,
como algunos defienden, habilidoso, o, como insinúan otros, desastroso, no está
traduciéndose en un genuino crecimiento económico o una justicia social
sostenible. La teología, los principios y la ética de los dirigentes de ISIS no
son ni robustos ni justificables. Nuestra pala analítica choca muy rápidamente
con la piedra.
A menudo he sentido la tentación de defender que simplemente necesitamos más
y mejor información. Pero esto supone infravalorar la extraña y desconcertante
naturaleza de este fenómeno. Por tomar un único ejemplo, hace cinco años ni
siquiera los más austeros teóricos salafistas defendían la reintroducción de la
esclavitud; pero ISIS la ha impuesto en la práctica. Nada desde el triunfo de
los vándalos en el norte de África romano había parecido tan repentino,
incomprensible y difícil de dar la vuelta como el ascenso de ISIS. Ninguno de
nuestros analistas, soldados, diplomáticos, altos cargos de inteligencia,
políticos o periodistas ha alumbrado aún una explicación lo suficientemente
rica –incluso a posteriori– para haber predicho el auge del movimiento.
Nos ocultamos esto con teorías y conceptos que no resisten un examen
profundo. Y no vamos a remediarlo simplemente con la acumulación de más hechos.
No está claro si nuestra cultura puede llegar a desarrollar el conocimiento, el
rigor, la imaginación y la humildad suficientes para comprender el fenómeno de
ISIS. Pero de momento deberíamos admitir que estamos no sólo horrorizados, sino
anonadados.
Copyright © 2015 by The New
York Review of Books
Traducción de Luis Gago
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Fuente: http://www.revistadelibros.com/articulos/el-misterio-de-isis