“Las únicas ofertas que tengo son del mal”
Testimonio de un preso que acaba de
salir de la cárcel
@TamoaC
19/08/2014
“Yo no
quiero ver más picar gente”. Ramón se quedó sin palabras y de pronto deja
escapar la frase con un hilo de voz. La grandilocuencia de la oración corta de
tajo la pregunta que se queda engatillada: “¿En qué piensas?”. Hace rato no
está aquí, donde permanece sentado desde hace hora y media.
Hace dos meses
estaba preso, en una celda de Yare. Hoy está bajo la sombra de un árbol, en un
jardín de Las Mercedes, Caracas, muy cerca del centro comercial Tolón. Afuera
se escuchan motos, cornetas, la gente entra y sale; y él se quedó callado hace
unos minutos. Yenny, su mujer, toma la palabra. No se acostumbran a esta
libertad reciente. Hace más de cuatro años conoció a Ramón en la cárcel de El
Rodeo, donde permaneció año y medio hasta el conflicto de 2011 que provocó el
traslado masivo de reclusos y reveló al mundo exterior la existencia del
“Yoifre” y “Oriente” como pranes (líderes) del penal.
I. Álvaro fue el primer muerto
El primer
año y medio de su prisión aprendió a conducirse bajo la ley carcelaria
venezolana. “La rutina es algo que llevas en la mente, nada
está escrito, pero es ley”. Aprendió sin maestro que ahí cada quien pelea por
su espacio. “En ese momento éramos indios, sin cacique. La cosa se dividía
solamente entre malandros y parias. Los pariasson
los que no hablan duro, si hablas duro es porque te entras a cuchillo y sabes
pelear… Álvaro fue el primer muerto. Le dimos mil puñaladas. Por eso, por matar
a un paria (hombre desarmado. Ver diccionario carcelario). La
mirada se le pierde a Ramón, como si encontrara detrás de sus ojos aquella
imagen. Ensaya una mueca y reafirma: “Muerto en riña es otra cosa, ahí la gente
se defiende, pero matar a un paria es de lo peor que puedes
hacer. Eso no se hace. Después de las mil puñaladas, sacamos el cadáver, se lo
tiramos a los verdes (GNB). Álvaro se llamaba”.
Ahí
convivían 750 hombres, un grupo de policías estaba aparte. “Si no es así, no
sobreviven”. Los trabajadores, malandros y varones (cristianos
evangélicos) también permanecían separados entre sí. Los de la iglesia eran los
únicos con derecho a caminar por todo el penal, pero trabajadores y malandros
no podían ni verse. Traspasar territorio de otro es comerse la luz y
el que lo hace se muere.
“Pero de
repente una madrugada se montó un carro (se formó un gobierno,
con pranes y “luceros”) y se dividió el penal en cuatro partes”. Llegó la
huelga y hubo traslado masivo.
II. Sueño perdido
Ramón y
Yenny cuentan una historia a dos voces. A él le cambió la vida hace cuatro años
y seis meses, a ella también. Lo conoció a los pocos meses de caer en prisión,
en una visita que ella le hizo a su hermano, caído en desgracia por unos días.
Se enamoraron y no dejó de acompañarlo, defenderlo y seguirlo durante los tres
traslados que tuvo, incluso cuando estuvo a 7 horas de viaje de su vivienda. Si
a él se le olvida algo, ella completa. Yenny quiere que vaya a terapia, está
buscando un psicólogo que “lo ayude a perdonar, a superar lo que vivió y lo
ponga a dormir toda la noche”. Aún se despierta, sobresaltado y sudoroso. “¡Dormido
en la garita!”, grita aún con los ojos cerrados. Ella lo calma. Dormirse
durante una guardia en garita se castiga sin piedad. “El que se duerme, se
muere”. La vida de ese grupo de presos depende de ese vigilante diurno y
nocturno que, arma en mano, mira que nadie traspase el territorio y provoque
una reyerta con los suyos descuidados.
Ramón se
agarra la cabeza con las dos manos y escucha el sonido del tráfico caraqueño.
Cornetas y motos. Hay más motos en la calle que cuando él entró a una cárcel.
Hace dos meses que salió y no se adapta. “Yo no quería salir”, dice. Ella
asiente.
III. “Me quería devolver”
Ese
jueves, 6 de junio de 2014, Ramón recibió una llamada a su celular. Era Yenny:
“Papi, ¡sales mañana. Pa´ la calle!”. Su reacción aún asombra a ambos. “No,
vale, no. Yo no quiero salir”. Le trancó la llamada y pasó la noche inquieto.
No hablo con los demás. “No se le dice nada a nadie, solo a los de confianza
para evitar que te estén esperando en la calle para cobrarte algo. Eso sí,
tienes que regalar todo y dejar dicho a quiénes le das qué. Es ley”.
Televisores, colchonetas, ropa, zapatos, relojes y cualquier cosa que no se
lleve puesto, se deja. “Los boxers se queman, ningún hombre se pone los
interiores de otro”.
A la
mañana siguiente la llamó “¿Dónde estás?” “Aquí afuera, te vine a buscar”. No
lo podía ni lo quería creer. “Yo no quería salir”, insiste. “Yo quería
devolverme al lugar donde ya estaba acostumbrado, me había ganado un respeto,
me sentía que tenía todo controlado. Es como un ave que tienes en una jaula y
de pronto la sueltas, lo más seguro es que se quiera quedar adentro”.
IV. A los robamoto les sale “Pedro Moreno”
“La
cárcel es un cementerio de seres vivos. Ahí se acabó el amor y el querer. La
lucha es individual, cada quien por lo suyo”, sentencia Ramón. En el segundo
penal pasó 2 años y medio y aprendió que no solo la “rutina” rige a los
presos. Hay lugares donde no hay rutina sino “sistema”. Es cuando se
aplica solo lo que al pran le parece, “entonces todo depende
de si ese ‘Papa’ es buena persona o un desgraciado”. Entre las leyes
impuestas está la de los robamoto, “porque el hampa anda en moto y no puedes
joder al hampa. A esos se les aplica el ‘Pedro Moreno’: quita lo malo y pone lo
bueno”. Es un machete de aproximadamente un metro, bien afilado, con el que le
cortan la muñeca al ladrón.
Todo pasa
por una “tela de juicio”, que es el nombre que le dan a una suerte de
reunión tribal en la que el pranimpone la “justicia”. Hay
acusaciones, preguntas y se escucha “la base”, que es la argumentación
con sus respectivos testigos. Hay llamadas al exterior del penal “¿Es verdad
que este bichito viene con este problema o es pura lírica (chisme)?”
Después vendrán los tiros, las puñaladas. Después se guindará con una soga al
cuello hasta que desfallezca. Después.
V. No hay empleo para un preso
“Las
únicas ofertas (de trabajo) que tengo son del mal. Tengo 30 años y no consigo
trabajo, mi currículum rebota de cualquier parte como si fuera de goma. Nadie
quiere darle trabajo a un preso. Bueno, ya no estoy preso, pero mientras no le
borren a uno ese historial uno está marcado para siempre”. A veces, muchas
veces, Ramón pierde la esperanza. Yenny lo levanta, le vuelve a imprimir la
hoja de vida, lo empuja, lo acompaña, habla con los amigos.
“No sabes cómo me
siento de llevarla a ella en la moto al trabajo y luego quedarme sin saber a
dónde ir, dónde buscar, qué hacer. La oficina del ministerio que dicen que es
para reinserción no sirve, no trabaja, eso no funciona. Sales a la calle y lo
que te ofrecen es trabajo como… mira, una granada te cuesta 40 mil bolos, la
lanzas en este lugar y matas a todo el mundo seguro, haces el trabajo, pero
entonces allá afuera te tropiezas a un policía y ¡zuas!, para la cárcel otra
vez. Aunque a veces lo que provoca es cometer un delito para que te agarren y te
vuelvan a meter en ese mundo que al menos conoces bien”.
Ella lo
interrumpe, le dice que ni lo piense, “yo no me calo otra cárcel más”. Él le
jura que habla por decepción, porque se está desesperando, pero que jamás
volvería a hacer nada malo. Que no le hará eso a ella ni a su hijo de 8 años.
Al
pequeño, que estuvo siempre al cuidado de la ex esposa de Ramón, en principio
le dijo lo que muchos cuando iba a visitarlo: “Aquí trabajo”. Luego le explicó
que estaba castigado por haber cometido un error. No le dio detalles del
tráfico de drogas, razón por la que entró allí.
De las
cosas más duras que recuerda fue un día de visita que estaba de guardia en la
garita, con un arma en la mano, y escuchó a un preso con muletas y su hijo. “El
chamito le sobaba la cara y le decía ‘papi, ten cuidado de no caerte otra vez
en el trabajo y no te vuelvas a lastimar’. A ese tipo le habían reventado las
piernas a tiros”. Ramón se quiebra, aquí sentado, en medio de la gente.
VI. Conseguirse a un “verde” en la calle
“Cuéntale
que vimos a Benítez”, lo anima ella. Él tarda en recuperarse de su último
relato y Yenny continúa. “Mira, yo hice de todo, yo lo apoyé cuando vendía
cosas de comer. Tenía que pagarle a los guardias 700, 800 bolos, cada vez que
iba a meter algo. Una vez pasé un celular y un verde se lo
quitó en una requisa. Tuvo que pagarle al guardia, comprárselo, y se lo dio.
Después se lo volvió a quitar y le volvió a cobrar, así que yo le dije “¿Qué
vaina es la que es? Estás pasao ya”.
Ramón
interrumpe. “Pero el peor fue Benítez, mira, ese efectivo militar me pateó el
culo, me destrozó, me humilló, me ‘chigüirió’. Ese tipo me hizo la vida
imposible…y lo vimos el otro día comprando en un centro comercial, ¿verdad, mi
amor?”. “Sí y yo me le acerqué y le dije ‘yo a ti te conozco’ y él me decía que
no. Entonces le hice seña con el dedo para que mirara a Ramón y él se hizo el
loco y siguió diciendo que no”. En ese “verde” resumen lo que sienten
por guardias y custodios; por unos más que otros. “Yo le digo que tenemos que
aprender a olvidar eso y a seguir adelante”, retoma ella. Quieren conseguir un
trabajo, uno del que se sientan orgullosos. “A veces le pido a Dios que no me
dé una piscina olímpica en mi casa, yo no quiero eso. Yo lo que quiero es un
trabajo, pana; una vaina que me dé un sueldo para mantener a mi mujer y a mi
hijo, y no volver más nunca para una cárcel”.
Es el
segundo quiebre, en esa mañana de lunes en libertad.
VII. “Lunes de Warner” en el penal
“Los
presos no le importan a nadie”, suelta Ramón, después de mirar a los lados.
Hombres y mujeres entran, se sientan, toman café y salen otra vez del lugar. Él
mira el reloj. Son las 11 de la mañana. “Aquí nadie se imagina que en este
momento empezó el “lunes de Warner” allá en el penal.
Es el día
de cobrar las deudas financieras. “En este momento hay un poco de presos
mordiéndose así los nudillos, temblando, rogando que no lo nombren…
‘¡Epa, Ramón, acércateeeee!’, te gritan el pran y sus luceros;
y si no tienes para pagar igual tienes que ir, presentarte ante ellos, que
están con el cuaderno revisando, deudas por droga, por causa, por
lo que sea. Todo se cobra cada lunes”.
El que no
paga recibe disparos sobre heridas de disparos, “puñalada sobre puñalada… la
idea es causarte dolor. El preso sufre, sufre mucho. Hasta el más malo llora
allá adentro”.
Ramón
mira a Yenny, como pidiéndole permiso para una última confesión. “Mira, yo vine
porque yo quiero que se sepa que un preso sale de la cárcel y no ve futuro, no
consigue trabajo. Ojalá esto me ayude a conseguir un trabajo, algo. Pero yo no
quería venir, me parece que no vale la pena… menos mal que vine”.
Se
levantan y empiezan a colocarse cada uno un casco negro, pequeño, de
motorizados. “Por esta zona, para allá arriba, mi amor, viven los ricos. Cuando
yo estaba chamo veníamos a revisar entre la basura lo que ellos botaban:
radios, televisores, bicicletas y hasta carritos de esos eléctricos”.
Ramón
extiende su mano, la palma es un cuero seco como una pata de morrocoy. Yenny
insiste en que él sabe hacer de todo: “es bueno contando dinero, aprende rápido
todo, es dispuesto”.
Él quiere
decir algo más antes de irse. “La cárcel te quita, no te da nada, te quita. A
veces te quita a tu familia, a veces a tu esposa…”. Se queda sin palabras,
agarra aire, intenta una metáfora: “Es un monstruo… que de pronto se despierta
y cobra muchas vidas y entonces es el infierno…”.
No solo
no puede dormir cinco horas completas, tampoco encuentra en el castellano las
expresiones precisas para contar lo que vivió. “Cuando ves que matan a alguien,
que lo están picando, te dices: ‘era él o yo’. Eso es una selva”.
Arrancan.
Rumbo al norte de la ciudad. En un par de minutos son una pareja motorizada más
del tráfico caraqueño.
_____
(*) Los
nombres de los protagonistas fueron cambiados, así como el de algunos penales
donde estuvo, por petición de quienes ofrecieron su testimonio.
Fuente: http://runrun.es/investigacion/147822/las-unicas-ofertas-que-tengo-son-del-mal.html
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