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miércoles, 22 de enero de 2014

Adrian Raine: Test de Psicopatía


Adrian Raine. El test de la psicopatía
Por: Sandy Hingston,(Philadelphia Magazine, Julio de 2012)
(Traducción: Verónica Puertollano)

Hace algunas décadas, en Mauricio, una pequeña isla frente a la costa de Madagascar, un grupo de investigadores sentó a 1.795 niños de tres años a la vez, les pusieron unos auriculares, reprodujeron un tono, esperaron unos segundos, y después les hicieron escuchar un ruido de objetos metálicos tintineando. El primer sonido, seguido del segundo, se repetía una y otra vez. Cada niño fue conectado a unos electrodos que medían la cantidad de sudor excretado en los intervalos entre los tonos. La inmensa mayoría de los niños empezó a sudar una barbaridad después de haber escuchado el primer tono, al asociarlo con el segundo y doloroso tono que le seguía.
Veinte años después, los investigadores identificaron a 137 de esos niños que al crecer tuvieron antecedentes penales —detenciones por temas de drogas, infracciones de tráfico, agresiones violentas—. Los juntaron con una «cohorte» de participantes con procedencias similares, pero sin antecedentes penales. Entonces compararon las pruebas de los grupos infantiles. Descubrieron que la cohorte había anticipado los desagradables segundos tonos. Pero los niños que se convirtieron en delincuentes demostraron una absoluta falta de anticipación a los tres años de edad.
Uno de aquellos investigadores fue Adrian Raine, un menudo y alegre psicólogo con el pelo rizado y canoso que es considerado el líder mundial en la investigación de la neurocriminología. Profesor en la Universidad de Pensilvania en los departamentos de criminología, psiquiatría y psicología, y autor del best-seller Violencia y psicopatía, ha convertido en carrera el estudio de los malhechores, especialmente los psicópatas. «Hay 20 características diferentes de los psicóptas», dice Raine, de 58 años, con su nítido acento británico —es oriundo del condado de Durham y realizó su trabajo de posgrado en la Universidad de Nueva York—. «Pero la característica subyacente es la falta de emoción. Los psicópatas no experimentan los sentimientos como nosotros». El experimento con los niños era una versión simple del condicionamiento pavloviano: «Les pones los auriculares y les reproduces un tono, y después una explosión de música alta, ya que no puedes someter a descargas eléctricas a niños de tres años». Raine parecía un poco decepcionado por ello. «Los niños normales han aprendido lo que va a pasar y empiezan a sudar. Los niños que se van a convertir en delincuentes no demuestran ningún condicionamiento en absoluto».
Lo que ocurre con los niños que carecen de respuesta ante el miedo, explica Raine en su oficina en Penn —decorada únicamente con modelos de cerebros de plástico y algunas IRM muy coloridas— es que nunca asocian conducta y castigo: si pegas a tu hermano, Mamá te grita. Si le tiras fideos de ramen a Papá, te llevas un azote en el trasero. «Creemos que esta toma de conciencia y esta preocupación ante el castigo nos persuaden a la mayoría de nosotros de cometer un delito», dice Raine —en otras palabras, es lo que nos hace sentir culpables, así que actuaremos según las normas de la sociedad—. «Pero si no te preocupan las consecuencias, cometerás el delito».
Hay otras diferencias en el cerebro de los psicópatas, muchas. Tienen menos materia gris en la corteza prefrontal, la cual regula el control de los impulsos y la toma de decisiones. Son más propensos a tener un desarrollo cerebral defectuoso, cavum septum pellucidum.  Metabolizan la glucosa de forma distinta en algunas regiones. El área que procesa las recompensas, el cuerpo estriado, se amplía. Hay un debate en la comunidad científica sobre si dichos cambios son la causa o el resultado de la conducta psicópata. Raine está convencido de que son la causa. «Los seres humanos son como un rompecabezas», dice. «Necesitas que todas las piezas se queden fijas en su posición. Tenemos un destino. A algunas personas les tocan malas cartas; otras nacen con una escalera de póquer.»
Como suele suceder, estamos justo en medio de un momento psicopático. La serie de televisión Dexter está protagonizada por un asesino en serie. Acudimos en masa a ver agonizar a Tilda Swinton en Tenemos que hablar de Kevin. Acogimos con entusiasmo el reciente reportaje en la portada del New York Times Magazine sobre la lucha de una familia de Florida con su hijo de nueve años, Michael, que de verdad —de verdad— quiere matar a su hermano. Lo que ha traído a un primer plano la psicopatía es en gran medida la innovadora investigación que Raine ha realizado sobre cerebros criminales. Las IRM en concreto, dice, permiten a los científicos ver en tiempo real qué sucede cuando un psicópata ve fotos perturbadoras o contempla un problema moral, en comparación con el resto de nosotros.
La diferencia entre un psicópata y un criminal común es de escala. Los psicópatas cometen muchos crímenes. No es algo que se les pase con la edad, simplemente se perfeccionan. Como señala un estudio, «manipulan a los demás para sus propios fines, cometen crímenes premeditados, y no se ven afectados por sus actos atroces». Si bien la incidencia de la psicopatía en la población general está cercana al 1%, es de un 15 a un 35% entre los presos en EE UU. Y se estima que los psicópatas cometen hasta un 65% de todos los crímenes —una diminuta minoría que se encuentra entre nosotros y que crea olas masivas de caos y terror—. El área de Raine, la «neurocriminología», observa cómo la estructura del cerebro puede causar la psicopatía, y cómo se podrían demostrar esas anomalías en la estructura cerebral.
Estamos acostumbrados a pensar en la conducta criminal como una elección consciente hecha por personas como nosotros que deciden volverse malos. Pero ¿y si Raine está en lo cierto? ¿Y si hay realmente una marca de Caín, y los psicópatas son víctimas de su biología? ¿Cómo podría afectar nuestra visión de ellos, y cómo debería afectar?
Raine disfruta de la compañía de los psicópatas. No es el único. Si eres Ted Bundy, ser encantador resulta de ayuda. «Encanto superficial» es, de hecho, uno de los 20 elementos en la famosa lista de verificación del psicólogo Robert Hare, junto a la «impulsividad», la «conducta sexual promiscua», la «mentira patológica» y un «fatuo sentido de la autoestima». «Son el alma de las fiestas, dan mucha conversación», dice Raine. «Son carismáticos, es divertido trabajar con ellos. Siempre están tratando de camelarte».
Fueron los niños los que hicieron a Raine ponderar la fuente del mal. Cuando aún era estudiante en Oxford, trabajó para una organización benéfica que enviaba a los niños a un campamento de verano: «Los levantábamos por la mañana, los llevábamos a jugar, estábamos con ellos todo el día. Y podías ver las diferencias individuales entre ellos. Algunos eran muy agresivos. Y nada de lo que hicieras cambiaba eso». Estudió psicología, y escribió su tesis doctoral sobre las frecuencias cardíacas y la conductividad de la piel de los adolescentes agresivos. Por entonces, en los años 70, las raíces biológicas de la conducta se consideraban irremediablemente caducas. El único empleo que pudo encontrar cuando se graduó fue en una prisión. Así que estudió a los pedófilos, a los violadores y los asesinos, registrando diligentemente sus marcadores biológicos, y acabó encontrando su camino de vuelta al mundo académico. En 2007 recibió una oferta mientras trabajaba en la Universidad de California del Sur para incorporarse al Centro de Criminología Jerry Lee de Pensilvania.
El crimen y la academia forman una mezcla rara. Raine es un tipo extrañamente desapasionado, casi desapegado. Para él, el crimen es un enigma que hay que resolver, un problema en el que todos nuestros esfuerzos hasta la fecha no han tenido efecto. Para él no es lógico que se presione sobre las actuales iniciativas anticrimen: «No han funcionado», dice encogiéndose de hombros. Y está convencido de que, para algunos de nosotros, la conducta criminal es una predisposición fuera de nuestro control. «Nadie elige tener un mal cerebro», dice. «Los niños no eligen tener un 18% menos de desarrollo de la amígdala».
Hay un problema con esto, sin embargo: con las actuales reglas psiquiátricas, ningún menor de 18 años puede recibir un diagnóstico de psicopatía, porque el estigma es tóxico. ¿Quién querría decirle a unos padres que su hijo no cambiará jamás, que nunca se le pasará, ni desarrollará una conciencia ni se volverá… bueno?
Pero la convicción de Raine de que las conexiones defectuosas en el cerebro del psicópata lo hace incapaz para la empatía plantea una pregunta que cualquier devoto de Ley y Orden afronta con frecuencia: ¿Cómo pueden los seres humanos hacer cosas tan inconcebibles a otros seres humanos? No puedo ser grosera con las camareras que son groseras conmigo; no puedo imaginarme a alguien torturando a alguien, o abusando de un niño.
Los psicópatas no sienten tantos obstáculos. En un artículo en la Current Directions of Psychological Science, Raine escribió: «Los psicópatas pueden saber la diferencia legal entre el bien y el mal, pero ¿tienen el sentimiento de lo que está bien y lo que está mal? Se cree que las emociones son fundamentales para el juicio moral, y que proporcionan la fuerza motriz para actuar moralmente». Como señala el neurólogo Antonio Damasio en El error de Descartes, aunque en general solemos pensar en la emoción como un pensamiento racional disruptivo, «la reducción de la emoción podría constituir una fuente igual de importante para la conducta irracional». Los crímenes pasionales, al menos, los podíamos comprender. Mucho más inquietantes resultan quienes violan y matan porque simplemente no les importa.
Al poner su mente tan racional a trabajar examinando la conducta irracional, Raine se suma a una larga lista de pensadores que han intentado responder la pregunta de por qué la gente hace cosas malas. Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, hemos echado la culpa a una malevolencia externa, como Satán o Iblís. Fue un médico de Filadelfia del siglo XVIII, Benjamin Rush, quien rompió con la postura tradicional de que la locura era una señal del pecado y la identificó como enfermedad. Los abogados empezaron a referirse a la locura como «enfermedad mental», y lucharon por que se aceptara como defensa penal. La oposición se olía un problema con esto, como explica Nicole Rafter en su libro The Criminal Brain: «Si la mente pudiera enfermar, entonces moriría, y el alma moriría con ella, todo lo contrario a la doctrina religiosa de la inmortalidad del alma».
Poco a poco, sin embargo, la creencia en el Diablo pasó de moda. En los siglos XIX y XX se propusieron nuevas explicaciones respecto a por qué algunos de nosotros somos monstruos. El afamado criminólogo italiano Cesare Lombroso clasificó a los criminales por «estigmas físicos», trazando diferentes tipos de cuerpo para los asesinos, los violadores y los ladrones. El psiquiatra inglés Henry Maudsley declaró a los malhechores «una clase distinta de seres», «marcados por una organización mental y física defectuosa». Los frenólogos tipificaron los rasgos del carácter en función del lugar de los chichones en la cabeza. Esta obsesión social con la clasificación y la identificación con el fin de aislar a los criminales y restablecer la «pureza» dio lugar a la eugenesia, culminada con la esterilización forzosa de los «débiles mentales» y los horrores del régimen nazi.
Así que no resulta sorprendente que tras la Segunda Guerra Mundial la psicología freudiana ocupara el centro del escenario: el Mal no era biológico, sino que era fruto del entorno. Los criminales se sentían culpables por haber deseado a sus madres, y cometieron crímenes para recibir el castigo que merecían. La nurture superó a la nature.
Pero hacia finales del siglo XX, dice Rafter, «Las ciencias sociales empezaron a perder poder explicativo mientras que las ciencias biológicas lo ganaban». Estamos menos interesados en castigar a los criminales y más obsesionados con prevenir los crímenes. El trabajo vital de Raine puede considerarse parte de esta tendencia. «Durante décadas, hemos puesto el foco únicamente sobre el componente social en lo que respecta al crimen —la privación, la vida de gueto, la discriminación—», dice. «Hemos ignorado sistemáticamente una parte fundamental de la ecuación. El trabajo que he hecho demuestra que hay causas biológicas».
Por ejemplo, la baja frecuencia cardíaca en reposo, que es el vínculo con la conducta criminal que se repite de manera más consistente. «Si tienes un bajo nivel crónico de excitación», explica Raine, «irás en busca de estímulos. Lo conseguirás uniéndote a una banda, robando en las tiendas, lo que sea. Hay un nivel óptimo de excitación, y todos lo buscamos». Su teoría cuadra muy bien con la conversación que el asesino en serie canadiense Peter Woodcock mantuvo con una reportera de la BBC, citada en The Psychopath Test:
                    Woodcock: Solo quería saber qué se sentía al matar a alguien.
                    Reportera: Pero usted ya ha matado a tres personas.
                    Woodcock: Sí, pero eso fue hace años, y años, y años, y años atrás.

¿Pero saben quién más tiene bajas frecuencias cardíacas? Los expertos en desactivación de explosivos. «Los que han sido condecorados por su valentía tienen frecuencias cardíacas verdaderamente bajas», señala Raine. «Los paracaidistas, también». Algunos cazadores de estímulos encuentran maneras perfectamente sociales de obtener sus chutes.
Estos temerarios serían lo que Raine llama «psicópatas exitosos». Hace unos años, decidió estudiar a personas que tuvieran los rasgos de la lista de Hare, pero pasaran por personas corrientes. Para encontrarlos, puso un anuncio clasificado: «Se buscan: personas encantadoras, agresivas, sin preocupaciones que sean impulsivamente irresponsables pero se les dé bien tratar con la gente y se preocupen sobre todo por sí mismos». (Nota: Es perfectamente normal leer estas cosas y empezar a sopesar si eres una psicópata —o te estás acostando con uno—). Otro terreno fértil fueron las agencias de trabajo temporal. «Las personas en las agencias de trabajo temporal son ocho veces más propensas a padecer trastorno de personalidad antisocial y psicopatía que la población general», dice Raine. «Los psicópatas se mueven mucho. Manipulan a las personas que les rodean, los usan, y después siguen adelante. Así que las agencias temporales son un refugio seguro». (¿No trabajaba tu cuñado en una agencia de trabajo temporal?)
Los psicópatas exitosos, como ha demostrado la investigación de Raine, tienen algunos de los «hits» negativos de la estructura cerebral de los no exitosos, pero exhiben una mayor función ejecutiva. No presentan una reducción significativa de materia gris en la corteza prefrontal. Raine cree que cuanto mejor funcione el lóbulo frontal, más inteligentes serán, y más sensibles a las señales del entorno que predicen el peligro y la captura.
Eso los convierte también en unos capitalistas ideales. La incidencia de la psicopatía en el mundo financiero es de cuatro veces el de la población general. Los psicópatas son imprudentes; en las apuestas, cuanto más apuestan más pierden. Carecen de los frenos de la conducta que todos los demás tenemos. «Los individuos con rasgos psicópatas», dice el estudio de Raine sobre psicópatas exitosos, «entran en la corriente general laboral y gozan de provechosas carreras… mintiendo, manipulando y desacreditando a sus colaboradores». Cerrar fábricas y destruir miles de empleos requiere una cierta falta de empatía. Igual que generar hipotecas sub-cero, o sugerir que una esposa ha acusado falsamente a su marido de abuso infantil en un juicio por custodia.
Raine no dice que cualquier malformación en el cerebro o anomalía genética garantice la psicopatía, sino que cree que la ciencia terminará por definir cuáles lo hacen. Lo que sus estudios demuestran hoy es la predisposición, la inclinación hacia el mal. Puede ser reforzada teniendo unos malos padres o llevando una mala dieta; puede ser mitigada por un ambiente positivo y una buena alimentación (pero no siempre: muchos psicópatas crecen en hogares normales y afectuosos). Hay motivos para su cautela. «Tenemos un historial de mal uso de la investigación en la sociedad», dice, citando el Experimento Tuskegee.
Pero él no deja que la historia lo detenga. Aunque el conocimiento del bien y del mal es lo que expulsó a Eva y Adán del Paraíso, eso es exactamente lo que Raine está tratando de precisar.
Hay una parte del cerebro —la corteza orbitofrontal, justo encima de los ojos, detrás de la frente— que está involucrada en la toma de decisiones y el control de los impulsos. Los hombres presentan aquí una reducción de volumen, dice Raine: «Y cuanto menor es el volumen de esa materia, más antisocial y psicópata es la persona». Los hombres son diez veces más propensos a cometer un asesinato. «Tratamos de explicarlo diciendo que socializamos de forma diferente —que damos muñecas a las niñas y bates a los niños—. No es del todo incorrecto, pero eso es sumado a las diferencias biológicas.» («Solo puedo decir esto porque soy hombre», añade).
Cualquier padre sabe que la socialización solo se puede tener en cuenta para algunas diferencias entre los niños. Raine tiene dos gemelos fraternos de 10 años. En el momento de nuestra entrevista, su mujer, Jianghong Liu, profesora asociada en la Facultad de Enfermería de Pensilvania, está en China pasando seis semanas. «Estoy solo en casa con los niños», dice Raine. «Les estoy dando las mismas experiencias, me parece. Pero son como peras y manzanas.»
Raine debe de ser un… padre interesante. Apenas lee los periódicos. No ve la televisión, salvo para saber qué ven los niños. Cuando le planteo una pregunta sobre Casey Anthony, me mira fijamente: «¿Quién?» «La mujer en Florida acusada de asesinar a su hija de dos años», apunto. Se encoge de hombros: «Hábleme de ella.» Lo hago. «Bueno, para empezar, me gustaría tener un escáner cerebral de esta Casey Anthony», dice, «para ver si hay una reducción de materia gris, una amígdala más pequeña. ¿Cuál es su frecuencia cardiaca?» No es exactamente útil para Nancy Grace [una abogada televisiva]. Las amígdalas no cuentan un relato; no satisfacen nuestra ansia de héroes y villanos, nuestra necesidad de echar la culpa. Pero quizá deberían. Por ahora, hay al menos siete genes asociados con la conducta antisocial/agresiva que se cree que influyen en la estructura del cerebro. Raine comprende por qué este tema pone a la gente nerviosa. Especialmente en América, no nos gusta pensar en la biología como un destino. «¡Te puedes convertir en lo que quieras!», le exhortamos a nuestros hijos. ¿Cómo podría un pequeño querubín ser ya una mala semilla?
Raine dice que lo estamos enfocando mal: «Todo el mundo comete el error de decir: “Si es biológico, apaga y vámonos”. Pero podemos hacer cosas para modificar el cerebro para bien». En Mauricio, sus estudios han demostrado que mejorar las dietas de los niños y las oportunidades educativas mejoran la futura conducta criminal. Ahora está dirigiendo un estudio aleatorio de cuatro años con preadolescentes de Filadelfia que presentan trastornos de la conducta, agresión y psicopatía, empleando escáneres cerebrales para ver qué es más beneficioso, si los ácidos grasos omega-3, la terapia cognitivo-conductual (TCC), o ambos.
La terapia cognitivo-conductual es un tema delicado en lo que respecta a los psicópatas. Raine reconoce sus límites: «No podemos enseñarles a sentir empatía, pero podemos enseñarles a comportarse como si la sintieran». El eticista y experto en el cerebro Walter Sinnott-Armstrong, de la Universidad de Duke, tiene dudas respecto a los beneficios. «Hay muy buenos estudios que demuestran que los psicópatas no responden a la TCC», dice, «y que puede ser contraproducente». Peter Woodcock le dijo a la BBC que a él sí le había ayudado: «Aprendí a manipular mejor».
Ese es un riesgo con el que Raine está dispuesto a vivir, por un simple motivo: América está fracasando en su guerra contra el crimen. Él propone un nuevo enfoque: hacer un seguimiento de todos los niños con rasgos asociados a la psicopatía. Insiste en que él habría querido saber si sus hijos los tenían, aunque no los han sometido a pruebas. «No hemos llegado ahí todavía», dice. «Pero dentro de 20 ó 30 años» —cuando sus hijos tengan hijos— «seremos capaces de predecir la conducta criminal en las primeras etapas de la vida».
Es una idea radical, teniendo en cuenta que el New York Times publicó hace poco un artículo sobre los riesgos éticos de someter a los niños a pruebas de colesterol alto. Pero con ese seguimiento, dice Raine, los padres podrían tener una oportunidad: «Podrías decir: eh, tu pequeño Johnnie tiene todas las opciones marcadas. Hay un 80% de probabilidades de que se vaya a convertir en un peligroso psicópata. Lo alejaremos de ti, trabajaremos con él. No lo ha hecho todavía, pero hay un 80% de probabilidades de que arruine tu vida».
H. Gilbert Welch, del Instituto Darmouth, investiga los problemas creados por el afán de la medicina por identificar de manera temprana las enfermedades. Es escéptico respecto a la idea de Raine. «Si yo quiero predecir una conducta criminal», dice, «denme factores sociales en vez de genética. Aunque tengas un test predictivo fiable, hay muchas posibilidades de hacer una clasificación incorrecta. Acabarás con un puñado de padres preocupados cuando resulta que sus hijos están bien».
El bioeticista de Princeton Peter Singer lo ve de otro modo. «Si los tests se vuelven suficientemente fiables», dice por email, «creo que deberíamos considerar hacer el test de la psicopatía a todos los niños. Acepto que haya un riesgo de estigmatización, pero también hay un riesgo en no alertar a los padres y profesores de los posibles peligros…».
Le pregunto a Liz Spikol, abogada local de enfermos mentales, qué opina de dicho test, esperando que estuviera en contra. No lo está. «Esto va a sonar duro», dice, «pero con otras enfermedades mentales, como la esquizofrenia o el trastorno bipolar, puedes tomar medicación y no reincidir. Pero los psicópatas tienen un cableado que les impide tener empatía». Ella estaría a favor de dichos tests si se demostrara que las intervenciones existentes funcionan, aunque simpatiza con aquellos que tienen diferentes tipos de cableado mental: «Siempre quieres pensar que la gente puede cambiar, que puede ser rehabilitada». Su experiencia personal, sin embargo, le ha dado una lección: «Algunas personas son un caso perdido».
Y añade enseguida: «Todo eso es en respecto a los adultos. No lo diría de un niño».
La palabra «psicópata» viene del griego «alma en pena», que demuestra lo terrible y «ajena» que es. ¿Quién puede imaginar lo que Albert Fish, padre de seis hijos, pensaba en 1928 cuando convenció a los padres de Grace Budd, de 10 años, para que le dejaran llevarla a una fiesta de cumpleaños? Nunca volvieron a ver a Grace, pero seis años más tarde recibieron una carta de Fish que describía con horripilante detalle qué había sido de ella:
“Primero le quité la ropa. Cómo daba patas, mordía y arañaba. La estrangulé hasta la muerte, después la despedacé en trocitos para poder llevarme la carne. La cociné y me la comí. Qué dulce y tierno era su culo asado en el horno. Tardé nueve días en comerme todo el cuerpo. No me la follé, aunque lo podría haber hecho si hubiese querido.”
Las teorías de Adrian Raine sobre las bases biológicas del crimen palidecen al lado de semejante depravación. Él lo sabe. «La retribución está concebida para que sea brutal con aquellos que vulneran las normas. Hemos tenido éxito como especie porque hemos echado a los pecadores. Queremos esa libra de carne».
Aunque Raine dice que el sistema de justicia penal no tiene en cuenta en este momento la rueda de la fortuna genética: «La ley asume que todos somos responsables, que todos podemos decidir, pero ¿tenemos todos el mismo grado de libre albedrío? Podríamos decir: eres responsable de lo que te ha tocado. Usted y yo tenemos más libre albedrío que otras personas. Si cometemos un crimen, deberíamos recibir un castigo mayor».
A pesar de la oscura naturaleza de la investigación de Raine, él es bastante alegre. Tal vez no se sumerja tan profundamente en el mal. «Como seres humanos hemos aprendido más, hemos progresado», insiste. «Desde el Renacimiento hasta ahora, nos hemos vuelto más nobles. Hemos liberado a los enfermos mentales de sus cadenas». ¿Podrían los psicópatas ser los siguientes?
No, si fuera por Sinnott-Armstrong, de Duke. «La estructura cerebral no suprime la responsabilidad», dice. «Los psicópatas tienen libre albedrío respecto a algunos actos, si no sobre todos los actos. Cuando eligen lavarse los dientes por la mañana, son tan libres como usted o como yo». Lo que suprimiría la responsabilidad, dice, es que fuesen incapaces de apreciar que sus actos son moralmente incorrectos. «Y los cerebros criminales no muestran una incapacidad de esa clase», dice.
Entonces, ¿qué hacemos con un criminal con todas las marcas biológicas de Adrian Raine? Encerrarlo, dice Peter Singer, tenga libre albedrío o no. «Podríamos considerarlo no tanto como un castigo, en el sentido que implica responsabilidad moral, sino como una detención para evitar que la persona agreda de nuevo, y disuadir a otros de cometer crímenes similares».
Spikol está de acuerdo: «Tenemos derecho a proteger al resto de la sociedad. Se trata de la seguridad pública. Hay personas que tienen que ser confinadas».
¿Cuál es, entonces, el siguiente paso? ¿Y si pudiésemos identificar a los psicópatas en el útero? «Esa es una pregunta neuroética interesante», dice Raine. Ahora mismo, en América, el 92% de los fetos diagnosticados con Síndrome de Down son abortados, y la trisomía 21 no está asociada con el asesinato o la violación. ¿Cuál sería la tasa de abortos para los Ted Bundys, Peter Woodcocks y Albert Fishes en potencia? ¿Cuál debería ser?
Algunas personas son un caso perdido. Pero no diría eso de un niño… 
«Si tuviéramos un marcador fiable para la psicopatía», dice Singer, «creo que se le podría ofrecer el test a las mujeres embarazadas». Sinnott-Armstrong coincide, aunque le «asombraría» que dicho test llegara a hacerse realidad. «Un padre debería ser capaz de tener el test, como lo hacemos para la enfermedad, la altura e incluso el color de pelo».
¡¿El color de pelo?!
«Creo que no está bien hacer eso», dice, «pero la eugenesia —la política de eliminar los genes malos— no debería ser la política del gobierno. Es un asunto familiar».
En cuanto a Raine, dice que estas son conversaciones que hay que tener, ya que las evidencias de las causas biológicas del crimen siguen acumulándose. Al mismo tiempo, sabe que es una terrible injusticia a tener en cuenta: Un niño con un poco menos de cerebro aquí, o un poco menos allá, termina causando un insoportable dolor a su familia y a la sociedad. Pero oigan, no se molesten en sentir lástima por los psicópatas. 
Ellos no la sentirían por usted. 
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