Crónica
Historias de cárcel: Pandemonio tras las rejas
Las historias de tres hombres, dos ex reclusos y un
fugitivo solicitado por la justicia, sirven de cuaderno de bitácora para
desmenuzar la siniestra realidad de las cárceles venezolanas. Un paseo por
Yare, Tocuyito y el explotado retén de Catia desnuda las heridas, aprensiones y
odios de quienes llevan la perpetua impronta del presidio
16/10/2014
Los desmanes del héroe
José Enrique Moreno, alias “Cachete”, siempre
“Cachete”, como lo apodan en los bajos fondos, fue recibido, en 2008, por
Tapipa El Pueblo, Estado Miranda, de donde es oriundo, entre vítores y
aplausos. Los niños en su inocente euforia se abalanzaban sobre él en tanto las
mujeres, al son de una pachanga, prodigaban coqueteos y carantoñas. No era para
menos. Había llegado, pringado de glorias y sangre, su salvador. La embriaguez
de la jarana duró varios días acompañada de cervezas y zalamerías. “Hasta el
consejo comunal me apoyó”, se envanece de orgullo José. Los juerguistas, aun
cuando sospechaban las maneras libertarias de su ídolo, desconocían a ciencia
cierta qué había ocurrido. En cambio, sí sabían que los cañones de “Mochoroco”,
azote de barrio que diezmaba sus alegrías desde hacía mucho, se habían
extinguido para siempre. “Mochoroco” armó unas huestes asesinas en 2007. Sus
impunes rifles habían apagado los pulsos de más de 20 hombres de este poblado
barloventeño, entre ellos un comisario del Cuerpo de Investigaciones
Científicas Penales y Criminalísticas (CICPC) de la subdelagación de Higuerote,
un teniente de la Fuerza Armada y el tío y mejor amigo de “Cachete”.
“Tenía a mi gente acoquinada. Hasta tal punto que, a las cuatro de la tarde,
la comunidad hacía un voluntario toque de queda”, justifica Moreno. Incendiado
de desprecio por quien le había arrebatado al entrañable de su niñez, juró
sembrar la calma y procurar el orden y la paz con sus propias manos —ya que ni
los sabuesos ni radares de la Brigada de Acciones Especiales del CICPC pudieron
hallar en varias oportunidades la madriguera del delincuente.
“Pero me localizó el cuerpo policial y me propuso participar en una misión
secreta para arrestarlo. No me negué. Mis informantes me habían dicho que se
escondía en Caño Negro, otro pueblo de la zona, monte adentro. La operación fue
de noche. Llegamos hasta su rancho. La policía me pidió abandonar el cometido. Que
del resto se encargaría sola”, urde el plan diseñado. Sin embargo, hizo caso
omiso. Penetró, junto a sus hombres, la espesura de la hojarasca y, aunque
arrullado por el fragor de los grillos, emboscó a las secuaces de “Mochoroco”.
“Yo asesiné al menos a tres. Pero liberé a mi pueblo”, pone José Enrique las
balas sobre las íes: i de irracional, i de ignominioso, i de imprudente.
Todo cae por su propio peso. Cuando hubo concluido su “Campaña admirable” o
su “decreto de guerra a muerte”, el Cuerpo Investigaciones Científicas Penales
y Criminalísticas se lanzó a su captura. Aún hoy, fisga cada recoveco de la
nación para aprehenderlo. “Estoy solicitado por los tribunales y Fiscalía. Me
camuflo entre la gente común para pasar inadvertido”, musita para que no se enteren
de su verdad. Prófugo es. Para rematar, en su billetera reposa una identidad
falsa que usurpa. “Es el nombre y número de cédula de un pana. No lo expongo
porque no me meto en rollos. Además, yo cambié. No es justo que por ayudar me
quieran volver a encarcelar”, impugna lo que solo para él es un sinsentido.
“Cachete” apenas soplaba las 18 velitas de su mocedad cuando lo depositaron
en la cárcel de Tocuyito, estado Carabobo. “Me dictaron dos años por robo a
mano armada. Los suficientes para recorrer casi todos los penales del país por
mala conducta. Yo conozco muy bien cómo se vive en ese infierno”, admite y sus
ojos cansados de tanto huir traslucen su desamparo. “Adentro entendí los
movimientos. Para todo hay códigos. ‘Comerse la luz’, es cometer un error o
desliz con alguien. ‘Pagar la causa’ refiere a entregar la tarifa a los jefes
para comprar armamento, trasladar camaradas o cualquier otro trance, en mi
época eran 18 bolos. Esto es un súper negocio”, traduce la jerga carcelaria.
Por eso, según asevera, ningún pran —así le llaman al jefe máximo de un retén
cualquiera en Venezuela— suelta esa bicoca. Ingentes ganancias acumulan por la
expoliación de los internos. “También aprendí en quienes confiar. Por ejemplo:
‘las brujas’, los trabajadores sin familia que se encargan del mantenimiento de
los calabozos, no son de fiar, aunque entregan las caletas de drogas y los
mandados. En cambio, en ‘la iglesia’, sí. La conforman los evangélicos. Ellos
rezan y abogan por uno… Sirven de intermediarios con los más violentos. Los
respetan. Es que el poder de Dios es tremendo”, exclama la oración con fe. Teje
el resto del gobelino que alegoriza el bochinche intramuros: ‘Los luceros’, por
su parte, son los escoltas y manos derechas de los superiores. Y, por último,
la Guardia Nacional Bolivariana. El gran cáncer. Los soldados y militares
venden y meten las armas en conchupancia con los custodios”.
“No me quiero entregar. Tengo una mujer y siete hijos que atender y cuidar.
Me merezco un chance. Me he portado bien. Estuve trabajando en el zoológico de
El Pinar, pero por no comprometer a mis jefes renuncié. Quiero ir a la
universidad, estudiar derecho y regresar a mi casa”, enumera las metas que
jamás conquistará por su conducta criminal. Y su pueblo lo espera. Sigue allí,
quietecito. Con el mismo calor de costumbre que barre sus polvorientas
callejuelas y con la sempiterna pobreza que destiñe las sonrisas de sus
habitantes. Aunque lejos, en su delirio se proclama: “El Libertador de Tapipa”.
Las brujas de Yare
Cuando Enderson hubo franqueado el portón de Yare I, cárcel en el estado
Miranda, el vértigo de una desgracia en ciernes apuñaleó su estómago y
resignación. Como no contaba con un camastro, sorteó la primera noche, con el
alma en vilo, tendido en ese suelo salpicado de sudores, secreciones y barro. A
su derredor, los resuellos y ronquidos, de aquellos que acostumbraron el olfato
a los tufos de excrementos y comida descompuesta, velaban sus sollozos y
plegarias. Supo entonces que la costra de narcotraficante que blindaba su
voluntad se rompería en mil pedazos y lo desnudaría en esos pasillos en los que
gobernaban, con autocrático mando, la trampa, la abyección y la infidencia.
Desposeído, y sin más refugio que la oración, la valentía que lo empujó a
traficar cocaína —y por la que le engarzaron las esposas y una pena de ocho
años de reclusión— se eclipsaría hasta un nuevo aviso. “Me metieron en el piso
uno, donde están las ‘brujas’”, desliza quien, para esta entrevista, adoptó
una identidad falsa so pretexto de escabullirse de su pasado. Mas, su pasado lo
persigue. Lo hostiga.
Un mes después, con la cabeza siembre abajo, un grupo de tres irrumpió en el
pedacito de su tierra. “Estaba profundo. En la tarde había tenido un
encontronazo con alguien que me exigía el pago por usar un baño. Como no tenía
plata me enfrenté”, desgaja mientras los regateos y sandungas de los buhoneros
de la Plaza de La Candelaria, al frente de la Avenida Urdaneta, Caracas, atizan
los recuerdos de la única vez que respingó su bravura. Ese coraje que incendió
su carácter pendenciero, no obstante, lo sentenció a la peor de las agresiones.
Los hombres, entre improperios, lo zurraron a punta de patadas y trancazos
hasta hacerlo sangrar. Como colofón de la tragedia, corrompieron, en nefandas
embestidas, sí, en palos y palos, su fortaleza masculina. “Me violaron uno a
uno. No podía defenderme. Me tenían sujeto y con una pistola en la frente.
Hubiera preferido mil veces que me dispararan”, tartajea y comprime el llanto.
Desde ese momento pasó a ser una “bruja”. “Son aquellos prisioneros que no
tienen para cancelar las vacunas que obligan los pranes o jefes de bandas”, se
avinagra en la medida que despatarra su confesión. Desde 1998 hasta 2003,
confinó sus silencios, fiebres y clamores detrás de las rejas. De acuerdo a la
pirámide u orden de Yare, esta casta está subyugada por el ominoso látigo de
los caudillos y mandamases. Es, asimismo, la encargada del aseo de los
pabellones y barracas. Estos “ilotas” modernos limpian, barren, friegan,
cocinan y, en el peor de los casos, hasta se entregan en favores de hembras.
“Son las sirvientas sin dignidad. La violación es un escarmiento y señal para
todo aquel que intente rebelarse. Por corolario, es una manera de decirle al
resto de la población que los abusados no son hombres y por eso no pueden sino
servir”, explica con entonación académica el ex director de cárcel La Planta
Ciro Camerlingo.
“Pero eso no es todo. Vi cómo a un muchacho, luego de que lo violaran, lo
hicieron sentar sobre una hornilla ardiente para marcarlo como a una vaca”,
vuelve amurallado en su hosquedad Enderson. “Nunca hablo de esto. Acepté esta
entrevista por el pana que te contactó y te dio mi teléfono. Yo le debo una.
Desde que me concedieron el beneficio, que gané por buena conducta, me propuse
olvidar. Quiero formar un hogar pero me ha costado. Te engañaría si te digo que
no siento odio. Deseo que se mueran los tres malditos que me malograron. Nunca
pensé que esto me sucedería”, concluye. Atrás quedaron los tiempos en los que
correteaba y danzaba en Cotiza, su barrio natal. Atrás, los días de hastío,
penas y privaciones que lo empujaron a escamotearle a su destino una racha de
buena suerte, como osó llamarla, vendiendo cocaína a costa no solo de su
seguridad, sino también de la salud de miles. Hoy solo le queda resentimiento,
humillación y, por supuesto, los antecedentes que manchan su hoja de vida.
“La leyes y la sociedad me cobraron con creces mis faltas. Es mentira que te
limpias o redimes adentro. No existe ni un solo plan que ayude a uno a
enfrentar la calle luego de la prisión. En mi caso, yo la dejé con un hambre
feroz de vengarme por todo el daño que me hicieron. Adentro, solo los más
fuertes o los que tienen mucho billete salen ilesos. Mira lo que ocurrió con el
pran de El Rodeo II”, ‘El Oriente’, como lo llamaban, hasta con miles de
millones en los bolsillos se fugó. En cambio, los que tenemos nuestras manos
como único medio para sobrevivir, somos sometidos a la vejación…”, se calla y,
mientras se pierde entre la muchedumbre, el repiqueteo de una última frase se
diluye en la barahúnda de la Av. Urdaneta. “Hay cosas que no se pueden comprar
ni reparar con dinero, mi hombría, por ejemplo”.
La marca de la muerte
En su celda, cada noche, durante los nueve años que Argenis Sánchez desafió
a las Parcas en el extinto retén de Catia, hasta el trajín de los ratones, el
zumbido de las moscas y los vientos de invierno quebraban su frágil sueño.
“Dormía con un ojo abierto y otro cerrado”, alude con verbo amodorrado. Cuando
dormitaba en un descanso trémulo, agarrado no un rosario sino a un puñal debajo
de la almohada, en tanto los demás reos emponzoñaban sus odios y conjuraban
felonías, la pesadilla, que hasta hoy lo arrebata, confirmaba su trauma de la
infancia. Entonces se veía de cinco años, junto a su hermanita de tres,
escondido debajo de la cama y tiritando de miedo. Al frente, su papá, ciego por
el ron que inflamaba su locura, golpeaba, a puño cerrado, a su mamá. “En mi
casa conocí la violencia. Esas cuatro paredes me tatuaron mi cruz o sentencia
de muerte. Mi futuro, mis esperanzas, mis anhelos me los destruyeron mis
padres”, suscribe Argenis que detenta un grueso prontuario delictivo. Sí, la
marca que raya su pecho no se enjuaga con agua ni con lágrimas. Mucha sangre
mancha su nombre, que para muchos está proscrito de las puertas de San Pedro.
“No. En la tierra yo pagué mis delitos…”, se repite, a guisa de mantra, luego
de haber pagado condena, desde 1991 hasta 1999, por los cargos de homicidio
calificado con ordinal 99, o sea: continuado. Aspira una bocanada y retoma el
cabo suelto. “Y en el cielo Dios perdonó mis pecados”, se persuade y se
desembaraza de culpas. “Porque todos tenemos una oportunidad. Ahora soy un
hombre… de bien”, lo jura por el Viejo Testamento y por el bautismo evangélico
que recién recibió, a pesar de que, sin conmiseración, enlutó a más de quince
madres.
“Asesiné a muchos”, zanja sin aspavientos de falso arrepentimiento y
continúa: “No sabía lo que hacía. Estaba poseído por el espíritu del mal.
Comencé a trabajar cuando cumplí los 14. A los meses, decidí renunciar y con la
liquidación —era de tres millones de bolívares— compré un revólver y 40 gramos
de bazuco. Así empezaron mis fechorías. Poco tiempo después, atraqué a una
señora y para celebrar iba a la playa con unos amigos. Cuando estaba esperando,
afuera de la casa de uno de ellos, me tropecé con un chamo con el que tenía una
culebra”, discurre en caló delincuencial Argenis. O sea: tenía un problema con
otro delincuente. Sin vacilar, accionó el gatillo una y dos veces. Calló su
oponente. Al ver que de su cuerpo manaban borbotones de rojos huyó, pero no se
amilanó. Al contrario, infundió el terror en el barrio 24 de Julio de Petare.
Drogas, armas, exterminio y más exterminio lo sumieron en un abismo sin luz que
lo jalonaría finalmente a Los Flores de Catia —una de las cárceles más
peligrosas de país. Hoy explotada.
Ahora que está a punto de pisar el umbral de los 40, los días de horror
aletean, sin embargo, en su memoria. No ha podido arrumbar en el rincón del
olvido los gritos de llanto y dolor de quienes exhalaban, al ras de sus
talones, un último aliento. Las nítidas imágenes de un infierno prendido
relampaguean, como una descarga eléctrica, en sus ojos negros y cansados de ex
convicto. “Fui testigo de las atrocidades más espantosas. Observé cómo
desmembraban a un hombre y cómo sus restos fueron echados en los basureros.
Presencié, además, la masacre de Los Flores”, zumban en sus oídos los disparos
que musicalizaron la famosa fuga de 1992, que sumó a más de 500 fallecidos.
Decenas y decenas de cadáveres se apiñaban en las esquinas del penal. Los
montículos de carne descompuesta poblaron de desolación y mortandad los
pabellones que, el 17 de marzo de 1997, estallaran, dinamita mediante, por
órdenes del entonces presidente Rafael Caldera. “Claro, Catia no era como las
penitenciarías de ahora. Antes no existían pranes ni el orden recaía en un solo
jerarca. Eras tú con tu honor. Yo viví una época sin armas ni bombas. Todo el
mundo era indio. No había caciques. Tampoco se pagaba por nada… En aquel
momento cada cual luchaba por su vida a punta de chuzos. Las peleas se dirimían
sin plomo. Eso no significa que era menos peligrosa. Al contrario, éramos una
parranda de alzados que, por una mala mirada, nos lanzábamos al ataque”,
rememora su pasado que no se distancia mucho de la realidad actual de las
prisiones venezolanas. “Claro que no. Sufríamos de los mismos males: retardo
procesal, agresiones, hacinamiento, enfermedades como sida y tuberculosis.
Sabes ¿por qué? Las cárceles han sido la papa caliente de todos los
presidentes. Los penados somos los muertos vivientes. Los olvidados… Nadie se
acuerda de nosotros”, se mete en el mismo saco para de defender con contumacia
lo que siempre será: un ex presidiario.
Por eso fundó la ONG Liberados en marcha —en virtud de todos aquellos que,
al cumplir castigos, no saben cómo reinsertarse en la sociedad. “Soy un canal
de ayuda para otros. La fundación ofrece un trabajo preventivo. Cuenta con
planes sociales, culturales y deportivos. No creo en esa teoría que reza que
los presos nos morimos malandros, drogadictos o asesinos. Yo, junto a otros
miembros, soy la prueba y ejemplo. Por cierto, alcé el espacio con fondos que
salieron de El Rodeo. Los hermanos cristianos desde adentro me mandaban
donaciones para que construyéramos, ladrillo por ladrillo, la residencia que
nos alberga. Se puede cambiar y esta casa abre su amor”, extiende los brazos
que dejan mostrar sus indelebles cicatrices de puñaladas. Sí, las mismas que,
fieles, lo acompañarán hasta el día de su sepelio.
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Fuente: http://elestimulo.com/climax/historias-de-carcel-pandemonio-tras-las-rejas/?utm_content=bufferad677&utm_medium=social&utm_source=twitter.com&utm_campaign=buffer
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